A estas alturas del año a una se le aprieta algo en el pecho, o en la tripa o en la garganta… En mi caso son ganas de decir cosas importantes y trascendentes, que resuenen al menos unos minutos en la cabeza de quien lee. Aprovecho la tensión emocional del entorno para soltarlas, aún a riesgo de no encontrar hueco entre la cantidad de mensajes que nos llegarán estos días.
“No me seas negacionista (por favor)”, le digo a mi hijo que aún está en mi tripa. “Por favor, por favor, por favor”, repito. Y me sale un ruego desesperado. “Anda que, con lo que soy yo, si tú me sales negacionista me va a dar algo”, me argumento en mi diálogo interior, aún a riesgo de perder todo mi crédito como madre que desea que sus hijos sean lo que quieran (o lo que puedan) ser, aunque entren en conflicto con mi propia voluntad.
Desde el principio de la pandemia venimos escuchando discursos que proclaman que la COVID-19 es una farsa, que detrás hay una conspiración, que el uso de mascarillas es innecesario y que solo se promueve su uso porque es un negocio… Yo, personalmente, escuchaba atónita esos discursos mientras trataba de lidiar con mi propia incredulidad ante lo que estaba pasando. Incredulidad por lo brutal de la situación, no porque la creyese falsa.
Cuando entramos en fases de desescalada y volvió el cruzarse con gente por la calle, comportándose de diferentes formas, pasé de la incredulidad al bloqueo emocional. Habían sido meses muy duros y no quería que la actitud de nadie me impidiera a mí disfrutar de la libertad que se nos estaba permitiendo. Me limité a disfrutar de las pequeñas cosas y a respetar, con distancia, la respuesta ciudadana de todas y cada una de las personas.
Pero acabó junio, se suspendió temporalmente el estado de alarma y empecé a hacerme preguntas. La actitud rebelde de algunos y algunas se había convertido en movimiento y en identificación con una causa: la del negacionismo. ¿Cómo era posible, con la que estaba cayendo, que hubiera colectivos reivindicando una supuesta libertad arrebatada por poderes invisibles? Encontré algunas respuestas en la psicología, vinculadas a mecanismos de defensa. “Quienes niegan la evidencia es porque no pueden soportarla”, venían a decir.
Llegaron los rebrotes, volvió el miedo (si es que alguna vez se marchó), los contagios en la España vaciada… Y de buscar respuestas pasé al cabreo y a la intolerancia. ¿Cómo podíamos estar permitiendo esa irresponsabilidad declarada de quienes niegan la enfermedad y la muerte? Pensé en mordazas, en censura, en limitar la libertad de expresión, el humor, las manifestaciones, las reuniones con fines propagandísticos… Aunque todo ello me costase a mí limitar mis propias libertades.
Pero no me dejé llevar. Desde septiembre me he agarrado a perspectivas sociológicas, al “hay gente pa’ to'” ; a datos que indican que quienes niegan la pandemia son una minoría ruidosa; a las propias ciencias biomédicas, que avanzan en el conocimiento del virus; y a la humanidad, al esfuerzo de familiares, amigas y amigos que salen a la calle cada día, a trabajar para que todo esto salga lo mejor posible, desde el sector sanitario o el sector educativo.
Me agarré a todo eso, sí, mientras tomaba conciencia otra vez de mi propia subjetividad y de la suerte de haber sido educada en el pensamiento crítico, deseando lo mismo para todas y todos. Ahora me atrevería a conversar, a mirar de frente a mi hijo y argumentar con él. Le pondría este vídeo de Fad (de lo mejor, mejor que hemos hecho este año, palabrita) y sería pesada con la canción. Me atrevería a ser activista. Me atrevo a serlo.
Y en esas me encuentro: asumiendo que ni la realidad es como yo quiero ni lo será, pero consciente de mi fuerza para cambiarla. Y con el nudo en el pecho algo más pequeño…