Vamos a hacer un ejercicio de imaginación.
Tienes 18 años. Recientemente has conseguido cierta notoriedad en redes. Durante estos meses has estado recibiendo cientos de mensajes que se preguntan si eres gay, que te insultan por no decir abiertamente tu orientación sexual, que te incitan a diario a que respondas a lo que todo el mundo se pregunta: ¿eres queer o hetero? Pero tú solo tienes 18 años, puede que hayas tenido alguna relación seria y varios tonteos de instituto. Nunca te has planteado nada de eso, simplemente has ido con la corriente.
Pero ahora el mundo ha puesto un foco sobre ti y te acusan de querer aprovecharte del colectivo LGBTI+. Todo el mundo te escribe algo de queerbaiting, pero Wikipedia dice que eso es una técnica de marketing, y tú simplemente aún te estás descubriendo ¿qué más le da a la gente a quién beses? Un día no puedes más, quieres que dejen de acosarte, así que decides salir del armario. Confiesas que sí, que te identificas como queer y procedes a desactivar todas tus redes.
Así rezaron todos los titulares hace una semana. Como si Kit Connor, actor de tan solo 18 años, se hubiera despertado un día y simplemente hubiera tuiteado su orientación sexual. La realidad es más dolorosa. Tras más de un año de acoso constante, un chaval se ha visto obligado a hacer público algo que no quería, ni tenía por qué hacer.
Durante los últimos años, las celebrities de todo el mundo han visto cómo se les exigía una identificación clara y abierta sobre sus orientaciones sexuales e identidades, incluso aunque fueran menores de edad. Y mi pregunta es ¿en qué momento nos hemos creído con potestad para exigir a nadie que haga pública una cuestión tan íntima?
Estas historias de gente que es acosada hasta que sale del armario no nos son desconocidas a muchas personas del colectivo. A muchos y muchas nos han sacado a la fuerza. O nos han acosado en el instituto con “bromas” hasta que al final hicimos nuestras las palabras “maricón” y “marimacho”, o esa persona en la que confiamos se lo contó a todos sus contactos hasta hacer una bola imparable de cotilleos, o alguien nos vio cuando creíamos que estábamos a salvo en otra ciudad.
Estas historias pasan a diario y a diario la gente del colectivo se ve obligada a reconocer su identidad incluso cuando no queremos o no estamos preparados aún. Muchas veces con las siguientes consecuencias: pérdidas de amigos ofendidos por no ser los primeros en saberlo, enfado de familiares que no entienden que podamos ser quiénes somos, profesores que recriminan que eso es solo una fase de la juventud y un larguísimo etcétera que no se acaba por mucho que pasen los años.
Por eso no acabo de comprender cómo desde dentro del movimiento LGTBIQ+ repetimos estos patrones de acoso y derribo. ¿Por qué nos creemos con potestad para exigir que alguien sea un abanderado público de la causa? ¿Por qué exigimos a gente que sea referente abiertamente cuando conocemos los problemas que eso acarrea? Pedir representación y referentes públicos está bien, pero no acosar a gente para que lo sea. No tenemos que exigir que alguien se convierta en un abanderado de la causa a la fuerza, sino fijarnos en quienes ya lo están siendo y quieren serlo abiertamente, quienes están preparados para ser ese punto de referencia. Personas no binarias como Emma D’Arcy (House Of The Dragon, HBO), actores abiertamente trans como Elliot Page (The Umbrella Academy, Netflix), bisexuales como Yungblud, lesbianas como Cara Delavigne (Only Murders in the Building, STAR) o gays como Adam Lambert. Pero incluso dentro de la serie de Heartstopper ya hay actores y actrices preparadas para ser referentes para la juventud LGBTIQ+ como Yasmin Finney o el co-protagonista Joe Locke.
Sacar a la gente del armario no es un acto de activismo, sino de simple cotilleo morboso. No hay ni un tiempo límite para salir del armario, ni un nivel de fama para exigir a nadie que hable sobre su identidad de género ni su orientación sexual.