Autor: Elena Usunáriz
20 febrero, 2025

En la era digital, la necesidad de pertenencia y validación no ha desaparecido, solo ha cambiado de escenario. La socialización y la construcción de identidad han migrado a Internet, donde han surgido espacios que no solo permiten la interacción, sino que también potencian la participación y el aprendizaje colectivo. Esta capacidad de organización ha permitido el auge de movimientos sociales globales (FFF, Black Lives Matter, #MeToo…), donde jóvenes de todo el mundo se movilizan en torno a causas comunes.

Pero del mismo modo en que estas dinámicas han favorecido el activismo y la colaboración, también han dado lugar a comunidades donde el descontento y la frustración personal se han transformado en una forma de pertenencia. En algunos casos, esta pertenencia se construye en torno al resentimiento y, lo que empieza como un desahogo, acaba convirtiéndose en una ideología de odio.

Dentro de este entramado digital, la manosfera se ha consolidado como un espacio donde estos sentimientos encuentran un marco ideológico que los refuerza. Se trata de un conglomerado de comunidades virtuales diversas que, aunque no siempre están conectadas entre sí, comparten una misma premisa: el feminismo ha ido demasiado lejos convirtiendo a los hombres en las verdaderas víctimas del sistema.

Estos espacios han ganado peso como agentes de socialización en materia de género, difundiendo narrativas que distorsionan o directamente niegan la desigualdad. En la manosfera, es habitual encontrar argumentos como que la violencia «no tiene género» o que la violencia de género es un invento ideológico para perjudicar a los hombres. Más allá de simples foros de opinión, estas comunidades han demostrado su impacto en la polarización del debate sobre la igualdad y en la manera en que parte de la juventud construye su visión sobre las relaciones entre hombres y mujeres.

Dentro de la manosfera, algunas comunidades han desarrollado identidades específicas en torno a su visión de la masculinidad y las relaciones de género.

 

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Entre ellas, destaca el fenómeno incel (involuntary celibate o «célibe involuntario»). Aunque en su origen el término simplemente describía a personas que, sin desearlo, no mantenían relaciones sexuales o afectivas, con el tiempo se ha convertido en una etiqueta cargada de resentimiento.

Los incels no solo comparten la frustración por su falta de éxito en el ámbito sexual o romántico, sino que han construido una narrativa en la que esa situación no es consecuencia de factores individuales, sino del feminismo y del supuesto control que las mujeres ejercen sobre la sexualidad. En los espacios incel, la culpa nunca recae sobre ellos mismos, sino sobre un sistema que, según afirman, privilegia a los hombres más atractivos («chads») y deja al resto en una situación de exclusión forzada.

Lo que en un principio puede parecer un foro de quejas y apoyo mutuo, termina reforzando la idea de que la violencia es una respuesta legítima a su frustración. A lo largo de los años, algunos individuos vinculados a esta comunidad han pasado de la retórica misógina al ataque físico, con casos extremos como los de Alek Minassian en Canadá o Jake Davison en Reino Unido.

Las dinámicas de estas comunidades han evolucionado en los últimos años. El incel tradicional, que se presentaba como una víctima de las mujeres y de la «tiranía hipergámica», ha dado paso a nuevas figuras que amplifican su discurso. 

Figuras como Andrew Tate, y en el ámbito hispanohablante influencers como Llados o Rene ZZ, han reformulado la retórica incel en clave de autosuperación, desarrollo personal y cultura del esfuerzo, vendiendo cursos, asesorías y un estilo de vida basado en la idea de recuperar la masculinidad «perdida».

A diferencia de los foros cerrados donde se movían los incels más radicales, estas figuras han logrado llevar su mensaje a audiencias masivas a través de plataformas convencionales como YouTube o TikTok. Esta reformulación, más comercial y menos autoindulgente, ha permitido que el discurso sobre la supuesta crisis de la masculinidad se filtre en espacios más convencionales y alcance audiencias más amplias.

El problema es que, bajo su nueva apariencia, el mensaje sigue siendo el mismo: el feminismo es el enemigo, la masculinidad está en crisis y la solución es recuperar un orden donde los hombres dominen. 

Sin embargo, los datos desmienten esta narrativa. En 2023, se registraron 36.582 mujeres víctimas de violencia de género en España, un aumento del 12,1% respecto al año anterior. Además, el 87% de la juventud afirma haber identificado alguna situación de violencia de hombres contra mujeres en su entorno cercano.

No existe una conspiración feminista para oprimir a los hombres, pero sí una realidad que muchos no quieren enfrentar: aprender a relacionarse en un mundo donde la igualdad de género es innegociable. La verdadera crisis no es la pérdida de privilegios, sino la incapacidad de adaptarse a una nueva forma de entender las relaciones, basada en el respeto y la equidad.

Minimizar este fenómeno tiene consecuencias que van más allá de la pantalla: la radicalización misógina alimenta el acoso, la violencia y la perpetuación de estructuras de poder basadas en el odio. La educación sexoafectiva debe ir más allá del consentimiento: debe incluir herramientas para desmontar discursos de odio, fomentar una masculinidad libre de violencia y promover formas saludables de gestionar la frustración y el rechazo. Solo así podremos evitar que la inseguridad y el aislamiento se conviertan en el caldo de cultivo perfecto para la misoginia y la violencia.