Los datos disponibles sobre el suicidio muestran una realidad confusa, en la que se intuyen elementos muy expresivos sobre el malestar en nuestras sociedades y las maneras de gestionarlo, individual y colectivamente.
Quizá un primer vistazo arroja unos datos condescendientes, especialmente en España en relación con el conjunto de la UE, según los cuales la tasa de suicidios por 100.000 habitantes en nuestro país es mucho más baja que entre los países de nuestro entorno (casi la mitad), y además habría decrecido en los últimos diez años.
En el caso de la población de 15 a 29 años, esa tasa habría descendido casi un punto en dicho período, situándose en 2016 en el 3,51 frente al 6,71 del conjunto europeo, y partiendo en 2009 del 4,3 en España y el 7,7 en la UE.
Esta tasa, contemplada a la luz de las diferencias etarias, manifiesta también como el suicidio es una realidad que, siendo especialmente relevante como una de las principales causas de muerte entre los y las jóvenes, aumenta (se dispara) según aumenta la edad: prácticamente inexistente por debajo de los 15 años, alrededor del 6 entre los 20-24 años, por encima del 8 entre los 25 a 29 y creciendo progresivamente desde el 10 a partir de los 30 años. Es decir, la tasa de suicidios registrados es muy superior en la población adulta.
Pero también es tremendamente superior, y tanto más cuanto mayor es la edad, entre los varones que entre las mujeres. Y esto ocurre en la población adulta, pero también muy claramente entre los y las adolescentes y jóvenes.
Mientras revisaba las cifras a principios de este mes de octubre, me topé con esta pintada en las puertas de los servicios de una facultad madrileña.
Teniendo en cuenta que acababa de empezar el curso, y que el resto de las puertas estaban impolutas, no pude evitar pensar que en todo el conjunto de datos oficiales se muestra tanta información como la que se no se ve.
La sensación, si se me permite la opinión solo fundada en el olfato, no concuerda con el descenso en las cifras oficiales junto a las que conocemos tan cotidianamente los casos, por ejemplo, de arrojamientos a las vías del tren, que se informan como “arrollamientos”, y de los que no es fácil conseguir datos específicos
Los cambios en las estadísticas oficiales (desde 2006) y las maneras con que posiblemente se registran las defunciones según causa de muerte pueden estar ocultando información sobre el suicidio, que sigue siendo un claro tabú en nuestra sociedad.
Desde el punto de vista del género la diferencia en la tasa de suicidios entre hombres y mujeres requiere de un análisis específico. La evolución en la población joven desde 2009 muestra claramente el mantenimiento de esta brecha, a pesar de que entre 2014 y 2016 se haya reducido en parte.
El análisis del suicidio como asunto de género, que ha sido desarrollado -y posiblemente poco escuchado-, muestra claramente como el machismo también es causa de muerte para los varones.
Diferentes autores y autoras han señalado como es la sociedad machista la que impone roles específicos que son nocivos, especialmente para las mujeres, pero en este caso, también especialmente para los hombres. Roles que imponen a los varones ser resolutivos y capaces de resolver el sustento individual y familiar; que les exige “estar siempre a la altura” de las dificultades, por grandes que estas sean. Roles que modulan las formas de relación interpersonal, en las que los hombres experimentan mucha más dificultad para canalizar sus malestares con otras personas, para “hablar” de las cosas que les preocupan e incluso para solicitar ayuda cuando la precisan, tanto de personas cercanas (familia, amistades, pareja…) como de profesionales.
Pero también se ha señalado que, junto a estos condicionantes machistas, existen otras características que hacen que la diferencia en los suicidios de hombres y mujeres sea tan grande. Específicamente la forma de materializar el suicidio, que es más eficaz en el caso de los varones que en el de las mujeres. Esta mirada apuntaría, también, a que la distancia en la tendencia suicida no sería tan grande, pero sí en la capacidad de materializarla.
Viendo los datos sobre formas de suicidarse, es muy evidente la diferencia de género: más expeditiva y violenta en el caso de ellos. Para los dos sexos las causas más frecuentes son ahorcamiento, ahogamiento o similares y arrojarse al vacío, a vehículos en marcha o desde su propio vehículo. En el caso de los varones, algo más de la mitad de los casos se produce por ahorcamiento, ahogamiento o estrangulamiento, frente al 30% en el caso de las mujeres. Un 30% de ellos se suicida arrojándose al vacío o a un vehículo en movimiento; en este caso es algo superior en el caso de ellas.
Es muy notoria la diferencia en el uso de armas, casi el 10% entre los varones frente al escaso 5% de las mujeres; y, sobre todo, en el uso de narcóticos y otras sustancias psicotrópicas que es muy superior entre las mujeres.
Además de la cuestión de género, hay otro aspecto sobre el que reflexionar y que puede estar oculta en los datos disponibles o, precisamente, hacer que haya datos que no se muestran: el tabú.
El suicidio sigue considerándose muestra de un fracaso. Del fracaso personal, del familiar y del colectivo. No es arbitrario que, a lo largo de las décadas, siga siendo (también entre los y las jóvenes de diferentes generaciones) uno de los comportamientos menos tolerados cuando se analizan los valores sociales relativos a la justificación de acciones que tienen que ver con lo privado.
Frente al aborto, la eutanasia o el divorcio, con valoraciones medias crecientes, y cercanas al 6 o el 7 (en la escala de justificación de 1 a 9), la media de justificación del suicidio se sitúa escasamente en el 3 desde 1984 hasta 2016. Es claramente el único de los comportamientos – de entre los que pueden considerarse propios del ejercicio de la libertad individual- que no ha suscitado ni suscita aprobación por parte de la sociedad española, y específicamente entre los y las jóvenes.
Esta valoración negativa, vergonzante, que conecta más que otros comportamientos privados con la culpa, puede estar también en la base de que el suicidio, como causa de muerte, se oculte en las cifras. Tanto por parte de quienes ejercen la responsabilidad de registrarlas, como por parte de las familias y personas allegadas a quien se ha suicidado.